En la residencia Nodis de Málaga han dejado de llegar notificaciones. Allí y en toda Andalucía. Los efectos del apagón han causado estragos en todas las provincias, pero para los más jóvenes ha resultado ser una experiencia «inolvidable». Y no solo por tratarse de un evento histórico y trascendental. Los adolescentes andaluces —y no tan adolescentes— han aprovechado para salir a las calles y acudir a reuniones sociales. Otros han preferido la lectura como válvula de escape ante la ausencia de otros medios de entretenimiento. Han hecho muchas cosas, pero contra todo pronóstico lo que no han hecho es hacer uso de sus teléfonos móviles. Un «respiro» que agradecen también los universitarios.
A Natalia, estudiante de filología hispánica, le llamó la atención «que la gente se haya unido para pasar el tiempo, dejando sus diferencias atrás, como antes de que hubiera distracciones como las redes sociales». «Me encanta ver los bares llenos, las cafeterías con conversaciones sin mirar el teléfono», ha asegurado. En la residencia malagueña en la que estudia, la gente ha sacado la pelota, los bañadores y se han lanzado a la piscina. Esta vez de forma literal, pues «nunca se había visto tan llena», afirma otro estudiante que está asombrado por el ambiente «tan positivo» que había en los exteriores del complejo en el que tampoco hubo electricidad durante todo el lunes. No sabían qué iba a ocurrir por la noche. Si se arreglaría o tocaría dormir con velas. Pero no importaba. La dependencia energética era solo ahora, por desgracia, un problema de los hospitales.
Salir de tu residencia, tu casa, tu centro de trabajo o estudios, era toda una experiencia. Pasear por los barrios, sentirte sumergido en un «apocalipsis en el que todo el mundo está en la calle», como vociferaba una vecina al observar el correteo de unos niños frente a una heladería del barrio de Teatinos, en la que todavía el frío conservaba, por poco tiempo, el producto. «Mañana volverá la luz», decía un viajero. «O no», le contestaba otro en el interior de los autobuses de la ciudad que continuaron funcionando. Incluso sorprendía acercarse a la máquina y que el abono transporte fuera validado al entrar en contacto. Solo pasaron un par de horas, pero las calles se volvieron extrañas: desconocidas en un pestañeo.
El «evento canónico», como ahora llaman en nuestra generación a hechos sin precedentes que son inevitables, fue una imagen que nunca esperábamos que ocurriera: un joven con un transistor a pilas, sintonizando una radiofrecuencia. Y es que ahí estuvo la radio, con los oyentes, inquebrantable como siempre ante cualquier adversidad. Sin pantallas. Sin filtros. Sin algoritmos. La espontaneidad, relegada durante años a la última fila del día a día, se abrió paso como un soplo de aire fresco entre la oscuridad. Quienes nunca se habían conocido, pero se cruzaban todos los días, conversaban ahora como amigos. Quienes habían perdido la costumbre de mirar al cielo, se reencontraban con las estrellas al percatarse de que ya no había contaminación lumínica. Lo que ocurrió fue un apagón, pero quizás fue también la chispa de algo más que todos necesitábamos sin saberlo. En mitad de la interrupción, hubo más conexión que nunca.