Manifestación del 4 de diciembre en Sevilla, arranque del proceso autonómico de Andalucía/ Pablo Juliá

En las últimas semanas, el ambiente político está muy caldeado como consecuencia de las propuestas lanzadas por los nacionalismos burgueses catalán y vasco, de toda la vida: PNV y CiU (ahora Junts). Por un lado, la iniciativa de revisión de la organización territorial de España que ha lanzado el Lehendakari Urkullu es absolutamente oportuna y, posiblemente, imprescindible. El modelo que diseñó sobre este asunto el constituyente de 1978 ya hace tiempo que viene dando señales de agotamiento y debemos explorar, sin dramatismos, nuevos caminos. Desde Andalucía, que es lo que debe interesarnos, su iniciativa no debe ser demonizada porque eso sólo nos conduciría a la parálisis y al enfrentamiento inútil. Tenemos que reflexionar serenamente sobre ello e intentar consensuar una propuesta/respuesta de país. Porque los andaluces tenemos mucho que decir en esta cuestión, no sólo porque Andalucía sea el territorio más poblado de España y el que más representantes envíe a las Cortes Generales, sino porque el estatus jurídico-constitucional de esta nacionalidad histórica es idéntico al de Euskadi, Cataluña y Galicia, a las que, en una primera lectura, parece dirigirse exclusivamente la iniciativa de Urkullu.

La reclamación que hace Puigdemont en nombre de la burguesía catalana sobre la existencia de una fantástica deuda histórica de España con Cataluña, que cifra nada menos que en 450.000 millones de euros, es una verdadera ofensa a la historia, la razón y la decencia humanas, además de un insulto al pueblo andaluz, que, al menos durante el último siglo, se desangró en recursos humanos y materiales para construir el bienestar del que hoy gozan, entre otros pueblos de España, los catalanes. Ofensa que se multiplica al comprobar cómo la disposición adicional segunda del Estatuto andaluz de 1981 disponía que «dadas las circunstancias socioeconómicas de Andalucía, que impiden la prestación de un nivel mínimo en alguno o algunos de los servicios efectivamente transferidos, los Presupuestos Generales del Estado consignarán, con especificación de su destino y como fuentes excepcionales de financiación, unas asignaciones complementarias para garantizar la consecución de dicho nivel mínimo». Esta es la verdadera deuda histórica, la que se tiene con los pueblos históricamente oprimidos. Nunca se ha saldó esta deuda. Esta disposición del Estatuto se incumplió durante los 25 años que estuvo en vigor. La gran canallada es que nunca se saldará, salvo que los andaluces nos resolvamos a levantarnos. Y lo macabro es que los opresores seguirán esquilmándonos.

Creo que no debería ser difícil que una inmensa mayoría de la sociedad andaluza, así como la práctica totalidad de sus fuerzas políticas, coincidiéramos en afirmar que Andalucía conquistó el 4 de diciembre de 1977, en las calles, y el 28 de febrero de 1980, en las urnas, el derecho a una autonomía plena como la que la Constitución reservaba a las que entonces eran conocidas como «nacionalidades históricas». No olvidemos que el constituyente de 1978 diseñó un Título VIII profundamente discriminatorio, que sólo el empeño del pueblo andaluz y su vanguardia andalucista pudieron moderar, a duras penas, al tiempo que escribían una de las más vibrantes páginas de su historia. Quizás hoy día, a la vista del actual Estado autonómico, muchos lo han podido olvidar, pero en las actas del Congreso quedan las palabras que el presidente Suárez pronunciaba el 20 de mayo de 1980, explicitando esa naturaleza discriminatoria de la Constitución:

«La distinción [entre la vía del 143 y la del 151] fue formulada, en efecto, como es noticia común, en función de lo establecido en la Disposición transitoria segunda de la propia Constitución, esto es, para asignar la segunda de las vías a aquellos «territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía», concretamente Cataluña, País Vasco y Galicia, a los que se entendió que se debía una restitución histórica».

La crudeza con la que el presidente Suárez desveló la naturaleza esencialmente discriminatoria del pacto constitucional en relación con la organización territorial del Estado, en pleno bloqueo del proceso autonómico andaluz, era expresiva del pacto que la derecha e izquierda españolas ahormaron durante la Transición para satisfacer las reivindicaciones de los nacionalismos vascos y catalán. Un pacto que, en un momento inicial, los andaluces hicimos saltar por los aires, aunque el paso de los años lo ha ido difuminando. Era, además, extraordinariamente cruel que el constituyente fijara en un golpe de estado, el del 18 de julio de 1936, la raya delimitadora entre las «nacionalidades históricas» y las «regiones». Y es que los andaluces estábamos convocados en septiembre de 1936 para ratificar nuestro propio Estatuto de Autonomía, pero asesinado Blas Infante y disuelta su Junta Liberalista ya no fue posible. O sea, que si el golpe de los militares hubiera sido en octubre, el constituyente de 1978 nos habría incluido entre las «nacionalidades históricas». Aunque a la vista de cómo fue la cosa, seguramente se le habría ocurrido otra cosa para dejarnos fuera.

De ahí que no debamos sorprendernos si, en el proceso de revisión de la estructura territorial de España al que convoca Urkullu, la derecha y la izquierda estatales estén en condiciones de volver a pactar una nueva discriminación para volver a satisfacer las reivindicaciones de los nacionalismos vasco y catalán. Si leemos con detenimiento y sin prejuicios el «Plan Urkullu», de enorme potencia en el fondo y de extrema suavidad en las formas, veremos que parece dirigirse tanto al PP como al PSOE, y si me apuran al Tribunal Supremo, al Constitucional y a la Corona. Con un elemento nuevo: la fuerza de estos nacionalismos en 2023 es infinitamente superior a la que gozaban en 1977, por lo que es razonable pensar que sus posibilidades de éxito son aún mayores. Como también que a Cataluña se le pague una inexistente deuda histórica y que a Andalucía se le siga regateando por los siglos de los siglos.

«No debamos sorprendernos si, en el proceso de revisión de la estructura territorial de España al que convoca Urkullu, la derecha y la izquierda estatales estén en condiciones de volver a pactar una nueva discriminación»

José Luis Villar

Me atrevo, por tanto, a lanzar una segunda propuesta que también creo que podría gozar de un amplio consenso andaluz. Nuestras instituciones públicas (Ayuntamientos, Diputaciones, Parlamento de Andalucía, Gobierno andaluz) y los partidos políticos que las conforman deberían hacer como hicieron el 4 de diciembre y el 28 de febrero y proclamar, desde el primer minuto, que Andalucía no aceptará, bajo ningún concepto, un estatus jurídico-político inferior al de las otras nacionalidades acogidas a la vía del artículo 151 de la Constitución.

Mi condición de andaluz de conciencia me empuja a poner sobre la mesa una tercera propuesta, aún sabiendo que no gozará del mismo consenso que las anteriores. De la misma manera que, durante la Transición, la vanguardia andaluza que significó la segunda generación andalucista (ASA/PSA/PA) fue vital para que Andalucía se alzara, en esta nueva Transición que parece avecinarse es también vital para nuestra pervivencia como pueblo la consolidación de una tercera generación capaz de hacerse oír en el concierto de los pueblos de la España plurinacional que se anuncia. Quienes hoy, desde diversas plataformas, se proclaman andalucistas tienen la grave responsabilidad de hacerlo posible, aunando todas sus fuerzas. O, al menos, intentarlo.

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